LA TIRANÍA DE LO AUTENTICO (PARTE 1)
Por Francisco Appignanesi.
Introducción
Los tiempos que corren exigen autenticidad. El político debe ser transparente, la marca debe ser auténtica, las personas deben ser siempre fieles y sinceras a sí mismas. Este imperativo pareciera invocar una constelación de positividad: ¿cómo no valorar la sinceridad? ¿cómo no convertirla en un requisito, cuando su presencia es signo de bienestar? Es así que la autenticidad se convirtió en el valor rector de nuestras sociedades, estableciéndose no solo como un valor en sí misma, sino como el más importante.
Esta exigencia de autenticidad tiene un antagonista: el Relato. Toda historia, idea o construcción que, más que reflejar la Realidad, la interpreta, en un proceso que implica desafiarla y reinventarla. Mientras que la autenticidad se pretende natural, el relato es un artificio humano, una mentira. La era de lo auténtico lo desprecia, entendiéndolo como una inocente confusión cuando no un despiadado engaño, y así crea su moral basada en una única dicotomía: verdad/mentira. Si la Realidad es la expresión de la verdad, la autenticidad ocupa el lugar de la honestidad. Es auténtico (y por ende honesto) quien corresponde a lo real (y por ende a la verdad).
Este trabajo se propone defender la mentira frente a la tiranía de la autenticidad. En contraste con la positividad con que se la percibe, la entronización de lo auténtico es una doctrina de renuncia a la humanidad, basada en la entrega de su agencia transformadora. Obtura los criterios propios del género humano, asociando un sentimiento de culpa a aquello que nos vuelve personas, y sometiéndonos por voluntad propia a través de la fe en la máquina. El error conceptual (y acto de soberbia) de asumir la Realidad como plenamente aprehensible le da el poder para exigir moralmente el conformismo o la resignación. Frente a esta ficción del desengaño, el Relato emerge como la única posibilidad de soñar de nuevo.
Relacionarse con la Realidad
Una famosa cita de Nietzsche señala que no existen hechos, sino representaciones. En este mismo sentido han profundizado pensadores como Baudrillard, quien explicó cómo la sociedad del consumo está saturada por representaciones que vuelven imposible identificar lo real. Desde un enfoque lingüístico, tanto Derrida como Wittgenstein entendieron al lenguaje no como un sistema de reglas fijas y significados inmutables, sino como una serie de arreglos compartidos. Es así que la Realidad objetiva, pura y externa, se nos muestra cada vez más inapropiable.
Pero el que sea inapropiable no la hace inalcanzable: es posible tener contacto con la Realidad, con la verdad, pero nunca conceptualizarla. Incluso la experiencia vivida de primera mano, aunque perceptible, escapa a nuestra posesión. Imaginemos, por ejemplo, el caso de una persona que observa un atardecer en la playa. Mientras observa el paisaje, el acontecimiento se instala en su memoria como un relato, como una narración. Siempre podrá recordar y volver simbólicamente a ese lugar, pero nunca será exactamente lo mismo. Ni siquiera fue capaz de atrapar el momento en el instante en que lo vivió: por mucho que se esfuerce, el instante lo trasciende. Su relato puede ser más o menos cercano a la Realidad, y aun así su distancia siempre será infinita.
En el terreno de las posibilidades, la Realidad se nos muestra inmutable. Lo que entendemos como verdadero es en cierto sentido eterno, indiscutible, y se expresa a través de dogmas: “El cielo es azul, no hay lugar para otra opción”, “La vida tiene sentido en la medida en que hayamos sufrido para alcanzar el éxito”. Estas afirmaciones suelen sostenerse bajo la idea de que “es así, es la realidad. Uno solo puede aceptarla o engañarse”.
Lo que sucede es que estamos ante conceptualizaciones de la Realidad, intentos imposibles de cristalizar una narración. La primera afirmación se muestra como un artificio al analizarla desde una diversidad de experiencias subjetivas: ¿el cielo es azul para todo el mundo? ¿qué sucede con quienes perciben el color de otras formas? ¿cómo podemos saber si una forma de percibir el color es más verdadera que otra? Respecto a la segunda, la construcción es más cultural: ¿el mandato del éxito productivo es la Realidad? ¿no hay otro mundo posible? Lo que sucede es que siempre que vemos en dirección a la Realidad, lo que vemos es el Relato. El relato es quien conceptualiza, quien nos acerca y nos permite convivir con la Realidad. Según Lacan, “La palabra es la que instaura la mentira en la realidad. Precisamente porque introduce lo que no es, puede también introducir lo que es. Antes de la palabra, nada es ni no es. Sin duda, todo está siempre allí, pero sólo con la palabra hay cosas que son - que son verdaderas o falsas, es decir que son - y cosas que no son”.
La primera diferencia entre Relato y Realidad es que, mientras que la Realidad es externa a nosotros, el Relato surge de las personas. Es una construcción subjetiva que dialoga con el entramado social de experiencias, formas y convicciones. La segunda diferencia es que, debido a su carácter de artificio o creación, resulta modificable, reemplazable. A diferencia de la Realidad, que es inmutable, el Relato es una construcción. Mientras que nuestra injerencia en el plano de lo real es más bien acotada (poco podemos hacer frente a la verdad), el terreno de la narración se muestra repleto de posibilidades.
Retomemos entonces la dicotomía verdad/mentira, pero abstrayéndonos de la connotación negativa de la segunda. Mientras que la verdad es una y siempre lo será, la mentira permite un juego creativo. Ante la verdad somos agentes pasivos: la contemplamos, la asumimos o elegimos no verla. Ante la mentira, el nuestro es un rol activo. Lo curioso es que el artificio es tan necesario como inevitable: así como los radiotelescopios permiten generar imágenes de rincones lejanos del cosmos, que no son fotografías reales sino reconstrucciones a partir de frecuencias captadas, el Relato es la antena con que construimos nuestras representaciones de la Realidad.
Esquema de acceso a la Realidad
Realidad ⮂ Relato ⮂ Nosotros
A lo largo de la historia siempre hemos ponderado un relato en el lugar de la Realidad: desde los dioses egipcios ordenando la vida en la tierra hasta las grandes causas por las que entregar la vida en la modernidad. La historia humana está determinada por aquello que considera verdadero, y por extensión, sagrado. En este sentido, los tiempos que corren no guardan diferencias con el pasado: volvemos a encontrarnos frente a relatos que ocupan el lugar de la Realidad. ¿Por qué vivimos? ¿a qué aspiramos? ¿qué es la libertad? Las respuestas a estas preguntas configuran el sentido que damos a las cosas, y por ende, el relato con que representamos la Realidad. De ellas derivan valores como el éxito, la familia o el esfuerzo, que determinan las decisiones de las personas.
No se debe confundir la dicotomía Realidad/Relato con Dato/Relato, puesto que no nos encontramos ante un contraste científico sino ontológico. El dato no es más que otra conceptualización de la Realidad, así como la ciencia también es un relato que busca representarla. Propone sus propios criterios de legitimación, pero nunca es absoluta, además de transmitirse mediante teorías y adaptaciones de carácter plenamente narrativo. Todo intento de conceptualizar la Realidad es, en sí mismo, un relato, y cada relato tiene el potencial de dar sentido al absurdo de la existencia.
Glosario 1: Realidad y Relato
Realidad: el orden incognoscible detrás de la inagotable expresión de las cosas.
Relato / Narración / Artificio / Mentira: conceptualizaciones que intentan dar explicación y sentido a la inagotable expresión de las cosas.
La identidad como relato
La Realidad es inabarcable incluso en los aspectos que uno consideraría más propios, y la identidad es el más claro ejemplo. Es necesario remarcar el enorme aporte realizado por el curso de Identidad Narrativa y Filosofía Visual de Sofía Di Scala, de donde surgieron los conceptos clave de este desarrollo.
¿Existe una persona capaz de conocerse a sí misma por completo? ¿de leerse como un libro abierto, identificando a la perfección aquello que siente en todo momento? Durante el siglo pasado Freud demostró que no. Que cuando se trata de la mente humana, es mucho más lo que se desconoce que lo abarcable por la conciencia.
La identidad es aquel relato que representa la inabarcable Realidad de la mente. Como tal, no se trata de una esencia preconcebida, de una serie de características inmutables que descubrir, sino de una construcción. Judith Butler propone la noción de performatividad de género, donde el binarismo hombre/mujer no impone una esencia que determina el comportamiento, sino que las personas adoptan sus roles sociales en base a los cánones instalados socialmente. Evidentemente existen factores que escapan a nuestra determinación: influencias del subconsciente, capacidades cognitivas, inclinaciones hormonales e incluso la arbitrariedad de las experiencias vividas, pero es a partir de estos factores que la identidad se construye. Como diría Sartre, “cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. La libertad narrativa dialoga con las estructuras preexistentes, se gesta a partir de ellas, pero guarda siempre el potencial de desafiarlas.
Ese campo de acción (nunca aislado ni independiente, pero de acción al fin) es la bella suerte de la agencia creadora humana. Las personas poseen la capacidad de explorarse, reinventarse y redefinirse, porque el ejercicio de escribir la identidad tiene el carácter lúdico de un niño que se disfraza. Presentarse ante un otro siempre implica un artificio: nadie actúa de igual forma frente a dos personas diferentes. En este sentido, quien reconozca lo performático de la propia identidad también va a reconocer la responsabilidad por aquello en que se convierta, mientras que quien defienda sus acciones bajo el lema de “yo soy así” jamás va a rendir cuentas por aquello que es. En palabras de Oscar Wilde, "el hombre nunca es sincero cuando interpreta a su propio personaje. Dale una máscara y te dirá la verdad".
Para el filósofo Paul Ricoeur existen dos formas de entender la identidad: como mismidad y como ipseidad. La primera es una identidad idéntica a sí, una reproducción de aquello que se es. En cuanto a la ipseidad, se trata de una identidad autoconsciente basada en la posesión del yo. No se trata solamente de reflejar aquello que se es, sino de relacionarse, de vincularse con uno mismo como un otro. Esta ipseidad permite adoptar una actitud de narrador, rompiendo con las limitaciones de una identidad restrictiva y permitiendo un desarrollo creativo de la libertad. Es necesario un diálogo entre ambos enfoques, para poder explorarse contando con cierta estabilidad que permita a la persona relacionarse con el mundo.
Hoy proliferan los mandatos de “ser fiel a la propia esencia”, de ser “genuinos” o “auténticos”, mientras el potencial creativo se encapsula en fórmulas predeterminadas. Existen fiestas cuyo atractivo es el “poder ir con la ropa que uno quiera”, como si ese simulacro que se aborda como fiesta de disfraces fuera capaz de agotar las posibilidades de experimentar con la propia imagen. La libertad se desarrolla en marcos limitados: los filtros de Instagram, en su homogeneización de los rostros según cánones estéticos globales, actúan más como una imposición que como una oportunidad cuando su inclusión se vuelve la norma. El rol creativo de una identidad asumida como ipseidad se limita a una serie definida de simulaciones, mientras que fuera de ellas el mandato de la mismidad es más imperativo que nunca: todos los caminos conducen únicamente a la maximización del rendimiento en cada ámbito de la vida.
Frente a ello, la ipseidad nos recuerda que los caminos del ser son inagotables. Así como ocurre con el Relato, solo tomando conciencia del carácter artificioso de la identidad se puede permitir que la libertad aflore. Las etiquetas nunca serán suficientes, los simulacros nunca agotarán la búsqueda de uno mismo, porque esta búsqueda es en realidad una construcción inacabable.
El poder del artificio
El relato guarda un potencial inusitado. En él se cifra el poder de lo humano, capaz de crear al dar nombre y desdibujar los límites entre la Realidad y la ficción. Entenderlo como una mera distorsión de la Realidad es un reduccionismo al que acostumbramos, pero su rol es el de recrearla, transformarla y dotarla de sentido.
La meditación permite alcanzar estados mentales únicos a fuerza de convicción. Más allá de la postura y la atención a la respiración, existen prácticas meditativas basadas en la generación de artificios que potencien la búsqueda de estos estados. Una rutina clásica consiste en imaginar un orbe radiante de luz pura, que flota dentro del pecho iluminando desde allí cada rincón del cuerpo, proyectando su influencia benigna al exterior. Aquella luz no existe “realmente”, pero cuando el compromiso con el relato es suficiente, la persona puede dar garantía de sentirla. No de imaginar que la siente, sino de sentir genuinamente la luz danzante en lo profundo de su pecho. Llegados a ese punto, ¿qué autoridad tiene la Realidad sobre su experiencia?
Un transeúnte sufre un ataque de pánico mientras camina por la calle: se cree presa de un peligro inminente. Quien le observa de lejos puede dar cuenta de que tal peligro no existe, pero la falta de aire en los pulmones, el nudo en la garganta y las palpitaciones aceleradas parecen ser más fuertes que las razones. Aquello que siente, así como el calor en el pecho evocado por el orbe de luz, no es una mentira. Mientras que desde fuera podemos señalarlo así, quien lo experimenta no puede más que describirlo como real.
El Relato ocupa el lugar de la Realidad al punto que se nos vuelve indistinguible de ella. Así como ocurre con las experiencias personales, el relato también se arraiga en símbolos colectivos, como ocurre con el caso de la bandera, capaz de suscitar emociones y sacrificios que trascienden la fría lógica. La identidad nacional es un relato, una mentira que abrazamos como a tantas otras. Junto con la identidad, también el arte y el amor, la belleza y el sentido de vivir integran constelaciones de relatos. Resultaría imposible convencer a un soldado de que su bandera es un engaño, así como a una poetisa de que las palabras son solo eso, o a un enamorado de que la sensación en su pecho es irreal. La mentira parecería arrastrar cierta carga negativa, pero, en tanto relato, la mentira es el sustento de todo lo sagrado.
Los Testigos de Jehová, al rechazar transfusiones de sangre incluso a costa de sus vidas, eligen la muerte (quizá la manifestación más fáctica de la Realidad) antes que faltar a su convicción, en un ejemplo de prevalencia del Relato por sobre la Realidad física. Del mismo modo se cuenta que Bob Marley antepuso su fe Rasta para rechazar la extirpación de uno de sus dedos del pie, donde se originó el cáncer que acabó con su vida. El Relato es tan poderoso que puede definir por qué vale la pena vivir o morir, impulsando a reclutas a ir a la guerra y a conversos a dar otra oportunidad a la vida.
Thich Quang Duc fue un monje budista, que decidió prenderse fuego vivo en protesta contra la persecución que sufrían los monjes en Vietnam del Sur. Un periodista dijo que “mientras se quemaba no movió ni un músculo, no pronunció ni un sonido, su compostura contrastaba con los lamentos de las personas a su alrededor”. Tal es la fuerza de un relato, que no solo es la imagen de la Realidad, sino que es un motor para su modificación. Su fuerza no radica solo en su capacidad de representar, sino también en su poder para transformar. Es en ese diálogo continuo entre lo narrado y lo vivido donde el relato se vuelve indispensable.
El relato es tan necesario como deseable, y son los buenos relatos los que cambian el mundo. Jean Paul Sartre sostiene que “el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace”. Es necesario discernir, cuestionar y proponer relatos, para asumir la responsabilidad de crear una Realidad que valga la pena.
La narración reviste de alma la banalidad de la vida. Transforma lo cotidiano en sagrado, lo finito en eterno. En el acto de narrar, constitutivo de la esencia humana, resuena un eco de lo divino. Dar sentido significa trazar un camino hacia una verdad, intentar esbozar un por qué tras el cual desplegar todos los esfuerzos, para poder cumplir con el inexorable anhelo de trascender. Así como la vida sin música sería un error, la existencia sin Relato no sería más que un desafortunado absurdo.